Dicen que cruzar la frontera es un reto de paciencia.
No solo porque las filas en San Ysidro parecen interminables, sino porque se han convertido en una especie de ritual para mexicanos y norteamericanos por igual.
Es temprano en la mañana, las luces del cruce internacional apenas comienzan a brillar, y ya estás en la fila, ya sea en tu auto o caminando junto a cientos de personas que, como tú, solo tienen un objetivo: cruzar al otro lado.
Pero lo curioso es que no es una espera solitaria.
Aunque el trayecto sea largo y el calor a veces insoportable, lo que realmente hace diferente esta experiencia es la compañía.
¿Qué mejor forma de pasar el tiempo que estar rodeado de tus amigos?
Entre pláticas, risas y uno que otro taco improvisado, la fila se convierte en un espacio donde se comparten historias, se planean aventuras al otro lado y se recuerda que, aunque la frontera separa, la amistad siempre une.
En esas horas de espera, se crean recuerdos únicos.
El ruido de los autos, las bocinas que resuenan impacientes, el gentío que se agolpa en la fila peatonal, y ese momento de tensión cuando se acerca la garita y nos preguntamos interiormente.
¿Nos revisarán? ¿Tendremos que pasar más tiempo del que imaginamos?
Pero al final, la sensación de cruzar es inigualable.
Es como si hubieras completado una pequeña odisea con tus amigos, una aventura donde la espera forma parte del relato.
Porque cruzar la frontera no solo es pasar de México a Estados Unidos, es también una prueba de resistencia, una lección de paciencia, y sobre todo, una experiencia que, si la compartes con amigos, puede transformarse en un recuerdo inolvidable.
Después de todo, la verdadera frontera no está en los muros, sino en la actitud con la que enfrentas la espera.